I. Leyendas artúricas

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El cielo sobre la ciudad de Londres estaba lleno de nubes oscuras. Parecía que se avecinaba tormenta. La gente que había en la calle miraba hacia arriba y después aceleraban el paso, y la gente que salía entonces de sus casas, lo hacía con un paraguas en la mano. Todos evitaban estar en el exterior, menos en un callejón concreto, donde los trajes de colores y los sombreros picudos predominaban ante la oscuridad del día.
Todas esas personas eran magos y brujas, la mayoría jóvenes, que buscaban nuevos materiales para el inicio de un nuevo curso. Entre ellos, una mujer y su hija de once años corrían hacia la tienda de varitas de Ollivander’s. Una vez en la puerta, la mujer dejó a la niña, diciéndole que ella iba a comprar un paraguas mientras Ollivander se ocupaba de encontrarle una varita. La niña asintió, y observó a su madre irse. Suspiró, y entró en la tienda. Un tintineo resonó en el fondo de la estancia al abrir la puerta, y la niña observó el lugar. Estaba oscuro, seguramente porque no entraba ninguna luz de fuera al estar nublado, era pequeño y no había nadie. La niña sintió un impulso de hablarle a la nada, preguntándose si se oiría el eco de su voz. Había muchos estantes estrechos y totalmente llenos de cajas alargadas, y en el escritorio sólo había una cinta métrica con marcas plateadas y una varita corta y de color marrón.
—¡Ah, señor Ollivander! ¡Hay una pequeña clienta! —dijo de repente una voz joven.
Una sombra empezó a acercarse al mostrador desde el fondo de la tienda, y cuando llegó a él, la niña pudo ver que se trataba de un chico joven, castaño y de ojos azules. Era bajo de estatura, y estaba un poco gordo. Cogió la varita y la cinta métrica y se aproximó a la niña.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirte? —le preguntó él amablemente, dejando la parte de atrás del mostrador y aproximándose a su clienta.
—Hem… Yo he venido a comprar una varita.
—Por supuesto —contestó otra voz diferente.
Un anciano había aparecido de repente detrás del mostrador. Tenía los ojos grandes y grises, y una sonrisa cálida decoraba su rostro.
—Jacob, tómale las medidas y dime qué deduces de ellas.
—Sí, claro. A ver, ¿con qué brazo coges la varita? —le preguntó Jacob.
—Eh… Creo que con la derecha.
—Bien, bien. Extiende el brazo, por favor.
—Déjame adivinar —dijo el señor Ollivander mientras Jacob tomaba medidas desde el hombro de la niña hasta el dedo y lo apuntaba en un pequeño cuaderno que había aparecido de repente—. ¿Puede que tu madre sea Katherine Hollins?
—¡Sí, señor! Ese era su apellido de soltera —contestó la niña, emocionada y sorprendida. Jacob colocó entonces la cinta en su muñeca, y la alargó hasta el codo.
—Te pareces mucho a ella. Cuando vino a comprar su varita, tenía tu edad y tu sonrisa. Y además no dejaba de dar saltitos de la emoción. Aliso, treinta y dos centímetros y medio de largo y bastante flexible. Fue la primera que probó, y la que la eligió. A ver si contigo tenemos tanta suerte, ¿no?
Ella le sonrió.
—He acabado, señor Ollivander.
—Bien, Jacob. Dime.
—Creo que tiene que ser una varita larga, ya que la señorita es alta y tiene los dedos largos. Por su nariz y su cabeza deduzco que sería correcto un núcleo de nervio de corazón de dragón, y por su pelo castaño creo que combinaría con un tipo de madera oscuro —Jacob miró a la niña sin girar la cabeza y le guiñó un ojo.
El señor Ollivander sonrió.
—Bien, pues ve a encontrar la varita perfecta —el señor Ollivander observó a Jacob ir hacia los estantes y revolver entre las cajas la varita que buscaba. Después se giró hacia la niña—. Lo siento, no te he preguntado tu nombre.
—Me llamo Luned.
—Luned. Un nombre muy bonito. ¿Sabes que ese nombre procede de las leyendas artúricas?
—Prueba esta. Pino y unicornio, treinta y dos centímetros de largo. Poco flexible.
Jacob tendió una varita ondulada a Luned, quien se dispuso a agitarla en el aire para probarla. Pero el señor Ollivander avisó a Jacob que esa no iba a funcionar, y el joven arrancó la varita de la mano de Luned en un abrir y cerrar de ojos.
—A ver esta. Tilo plateado y pluma de fénix. Flexible. Veintisiete centímetros y un cuarto.
Luned sólo pudo rozar la varita. Pareció que Jacob se había dado cuenta solo de que esa varita no iba a funcionar. El castaño volvió a los estantes, y esta vez se metió en el pasillo de en medio y se subió a la escalera para llegar al último estante. Luned observaba atenta. Jacob volvió lentamente, mirando la caja con determinación. La abrió con cuidado, y se la dio a Luned.
—Roble inglés, corazón de dragón e inflexible. Treinta centímetros justos.
En cuanto la madera tocó la piel de Luned, ella sintió un calor recorrer su brazo y unas pequeñas corrientes en los dedos. El calor no era agradable, y las corrientes le hicieron daño.
—Vale, vale, esta no. Qué locura —Jacob le quitó la varita rápidamente a Luned.
La guardó en la caja y volvió a colocarla donde la había encontrado. Era extraño, porque las otras que habían descartado se habían quedado amontonadas en una silla solitaria que había al lado de la puerta de entrada a la tienda.
En el pasillo, Luned observaba cómo Jacob parecía estar pensando mucho en algo. Se daba golpecitos con el dedo índice en el labio inferior mientras se sujetaba la barbilla. Entonces, alzó la mano con el dedo índice hacia el cielo, y volvió detrás del mostrador. Cogió una escalera y subió a lo más alto de una de las estanterías que había a la derecha del escritorio. Volvió abriendo una caja más. Sacó la varita y se la ofreció a Luned.
En cuanto Luned estuvo sujetando la varita, sintió el calor extenderse por sus dedos de nuevo, pero esa sensación fue más agradable que la anterior. Agitó la varita y, de la punta, salieron chispas rojas y doradas.
—¡Felicidades, Jacob! Lo conseguiste. Y felicidades a ti también, Luned. No ha sido tan fácil como lo fue con tu madre, pero no ha sido más difícil que Harry Potter, por suerte.
—Cerezo y nervios de corazón de dragón, veintinueve centímetros y tres cuartos de largo. Muy elástica —informó Jacob.
Luned sonrió, pero de repente sintió cómo el calor de su cuerpo se evaporaba. Todo fluía hacia la mano con la que sujetaba la varita, y esta lanzó más chispas rojas. A medida que el calor abandonaba el cuerpo de Luned, las chispas se iban haciendo más grandes. La tienda le daba vueltas en la cabeza, y todo se volvió borroso. Y, finalmente, todo se oscureció.
—…esta varita mientras no pueda controlar su poder.
—Lo sabemos, y confiamos en que…
Los diálogos sonaban desacompasados, y las voces alejadas de sus dueños.
—¿…cuándo tiene este problema?
—Desde los siete años. Fue un accidente, uno de sus primeros signos de magia…
Vio a su madre sentada a su lado, en una silla, mientras le acariciaba el pelo, y al señor Ollivander delante de su madre, sentado también en una silla. Ambos tenían el ceño fruncido en señal de preocupación. Jacob estaba de pie al lado del señor Ollivander.
—Señores, está abriendo los ojos —informó Jacob, mirando a Luned.
Los otros dos miraron a Luned también. Abrió los ojos completamente, y su madre la abrazó. Entonces se fijó en que la habían puesto sobre el mostrador.
Con cuidado, su madre recogió las cosas. Luned insistió en llevar algún paquete hasta que al final, a regañadientes, su madre aceptó. A pesar de lo que había pasado, Luned quiso comprar la varita que la había elegido. Cuando entregó los nueve galeones al señor Ollivander, este la advirtió que el poder de su varita era muy fuerte, al igual que el que ella llevaba en su interior, y que era importante que aprendiese a controlarlo, ya que podía ser peligroso.
Cuando madre e hija salieron de la pequeña tienda, ya había empezado a llover. El cielo se iluminó con un rayo, y después se oyó el trueno. Ambas anduvieron bajo el paraguas de color amarillo reluciente hacia el Caldero Chorreante, donde Hannah Longbottom les dejó utilizar su chimenea para llegar a casa mediante la Red Flu.

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