El cielo sobre la ciudad de Londres estaba lleno
de nubes oscuras. Parecía que se avecinaba tormenta. La gente que había en la
calle miraba hacia arriba y después aceleraban el paso, y la gente que salía
entonces de sus casas, lo hacía con un paraguas en la mano. Todos evitaban
estar en el exterior, menos en un callejón concreto, donde los trajes de
colores y los sombreros picudos predominaban ante la oscuridad del día.
Todas esas personas eran magos y brujas, la
mayoría jóvenes, que buscaban nuevos materiales para el inicio de un nuevo
curso. Entre ellos, una mujer y su hija de once años corrían hacia la tienda de
varitas de Ollivander’s. Una vez en la puerta, la mujer dejó a la niña,
diciéndole que ella iba a comprar un paraguas mientras Ollivander se ocupaba de
encontrarle una varita. La niña asintió, y observó a su madre irse. Suspiró, y
entró en la tienda. Un tintineo resonó en el fondo de la estancia al abrir la
puerta, y la niña observó el lugar. Estaba oscuro, seguramente porque no
entraba ninguna luz de fuera al estar nublado, era pequeño y no había nadie. La
niña sintió un impulso de hablarle a la nada, preguntándose si se oiría el eco
de su voz. Había muchos estantes estrechos y totalmente llenos de cajas
alargadas, y en el escritorio sólo había una cinta métrica con marcas plateadas
y una varita corta y de color marrón.
—¡Ah, señor Ollivander! ¡Hay una pequeña clienta!
—dijo de repente una voz joven.
Una sombra empezó a acercarse al mostrador desde
el fondo de la tienda, y cuando llegó a él, la niña pudo ver que se trataba de
un chico joven, castaño y de ojos azules. Era bajo de estatura, y estaba un
poco gordo. Cogió la varita y la cinta métrica y se aproximó a la niña.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirte? —le
preguntó él amablemente, dejando la parte de atrás del mostrador y
aproximándose a su clienta.
—Hem… Yo he venido a comprar una varita.
—Por supuesto —contestó otra voz diferente.
Un anciano había aparecido de repente detrás del
mostrador. Tenía los ojos grandes y grises, y una sonrisa cálida decoraba su
rostro.
—Jacob, tómale las medidas y dime qué deduces de
ellas.
—Sí, claro. A ver, ¿con qué brazo coges la
varita? —le preguntó Jacob.
—Eh… Creo que con la derecha.
—Bien, bien. Extiende el brazo, por favor.
—Déjame adivinar —dijo el señor Ollivander
mientras Jacob tomaba medidas desde el hombro de la niña hasta el dedo y lo
apuntaba en un pequeño cuaderno que había aparecido de repente—. ¿Puede que tu
madre sea Katherine Hollins?
—¡Sí, señor! Ese era su apellido de soltera
—contestó la niña, emocionada y sorprendida. Jacob colocó entonces la cinta en
su muñeca, y la alargó hasta el codo.
—Te pareces mucho a ella. Cuando vino a comprar
su varita, tenía tu edad y tu sonrisa. Y además no dejaba de dar saltitos de la
emoción. Aliso, treinta y dos centímetros y medio de largo y bastante flexible.
Fue la primera que probó, y la que la eligió. A ver si contigo tenemos tanta
suerte, ¿no?
Ella le sonrió.
—He acabado, señor Ollivander.
—Bien, Jacob. Dime.
—Creo que tiene que ser una varita larga, ya que
la señorita es alta y tiene los dedos largos. Por su nariz y su cabeza deduzco
que sería correcto un núcleo de nervio de corazón de dragón, y por su pelo
castaño creo que combinaría con un tipo de madera oscuro —Jacob miró a la niña
sin girar la cabeza y le guiñó un ojo.
El señor Ollivander sonrió.
—Bien, pues ve a encontrar la varita perfecta —el
señor Ollivander observó a Jacob ir hacia los estantes y revolver entre las
cajas la varita que buscaba. Después se giró hacia la niña—. Lo siento, no te
he preguntado tu nombre.
—Me llamo Luned.
—Luned. Un nombre muy bonito. ¿Sabes que ese
nombre procede de las leyendas artúricas?
—Prueba esta. Pino y unicornio, treinta y dos
centímetros de largo. Poco flexible.
Jacob tendió una varita ondulada a Luned, quien
se dispuso a agitarla en el aire para probarla. Pero el señor Ollivander avisó
a Jacob que esa no iba a funcionar, y el joven arrancó la varita de la mano de
Luned en un abrir y cerrar de ojos.
—A ver esta. Tilo plateado y pluma de fénix.
Flexible. Veintisiete centímetros y un cuarto.
Luned sólo pudo rozar la varita. Pareció que
Jacob se había dado cuenta solo de que esa varita no iba a funcionar. El
castaño volvió a los estantes, y esta vez se metió en el pasillo de en medio y
se subió a la escalera para llegar al último estante. Luned observaba atenta.
Jacob volvió lentamente, mirando la caja con determinación. La abrió con
cuidado, y se la dio a Luned.
—Roble inglés, corazón de dragón e inflexible.
Treinta centímetros justos.
En cuanto la madera tocó la piel de Luned, ella
sintió un calor recorrer su brazo y unas pequeñas corrientes en los dedos. El
calor no era agradable, y las corrientes le hicieron daño.
—Vale, vale, esta no. Qué locura —Jacob le quitó
la varita rápidamente a Luned.
La guardó en la caja y volvió a colocarla donde
la había encontrado. Era extraño, porque las otras que habían descartado se
habían quedado amontonadas en una silla solitaria que había al lado de la
puerta de entrada a la tienda.
En el pasillo, Luned observaba cómo Jacob parecía
estar pensando mucho en algo. Se daba golpecitos con el dedo índice en el labio
inferior mientras se sujetaba la barbilla. Entonces, alzó la mano con el dedo
índice hacia el cielo, y volvió detrás del mostrador. Cogió una escalera y
subió a lo más alto de una de las estanterías que había a la derecha del
escritorio. Volvió abriendo una caja más. Sacó la varita y se la ofreció a
Luned.
En cuanto Luned estuvo sujetando la varita,
sintió el calor extenderse por sus dedos de nuevo, pero esa sensación fue más
agradable que la anterior. Agitó la varita y, de la punta, salieron chispas
rojas y doradas.
—¡Felicidades, Jacob! Lo conseguiste. Y
felicidades a ti también, Luned. No ha sido tan fácil como lo fue con tu madre,
pero no ha sido más difícil que Harry Potter, por suerte.
—Cerezo y nervios de corazón de dragón,
veintinueve centímetros y tres cuartos de largo. Muy elástica —informó Jacob.
Luned sonrió, pero de repente sintió cómo el
calor de su cuerpo se evaporaba. Todo fluía hacia la mano con la que sujetaba
la varita, y esta lanzó más chispas rojas. A medida que el calor abandonaba el
cuerpo de Luned, las chispas se iban haciendo más grandes. La tienda le daba
vueltas en la cabeza, y todo se volvió borroso. Y, finalmente, todo se
oscureció.
—…esta varita mientras no pueda controlar su
poder.
—Lo sabemos, y confiamos en que…
Los diálogos sonaban desacompasados, y las voces alejadas
de sus dueños.
—¿…cuándo tiene este problema?
—Desde los siete años. Fue un accidente, uno de
sus primeros signos de magia…
Vio a su madre sentada a su lado, en una silla,
mientras le acariciaba el pelo, y al señor Ollivander delante de su madre, sentado
también en una silla. Ambos tenían el ceño fruncido en señal de preocupación. Jacob
estaba de pie al lado del señor Ollivander.
—Señores, está abriendo los ojos —informó Jacob,
mirando a Luned.
Los otros dos miraron a Luned también. Abrió los
ojos completamente, y su madre la abrazó. Entonces se fijó en que la habían
puesto sobre el mostrador.
Con cuidado, su madre recogió las cosas. Luned
insistió en llevar algún paquete hasta que al final, a regañadientes, su madre
aceptó. A pesar de lo que había pasado, Luned quiso comprar la varita que la
había elegido. Cuando entregó los nueve galeones al señor Ollivander, este la
advirtió que el poder de su varita era muy fuerte, al igual que el que ella
llevaba en su interior, y que era importante que aprendiese a controlarlo, ya
que podía ser peligroso.
Cuando madre e hija salieron de la pequeña
tienda, ya había empezado a llover. El cielo se iluminó con un rayo, y después
se oyó el trueno. Ambas anduvieron bajo el paraguas de color amarillo
reluciente hacia el Caldero Chorreante, donde Hannah Longbottom les dejó
utilizar su chimenea para llegar a casa mediante la Red Flu.
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