XI. Cuadros escoceses y escobas

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El miércoles hicieron la segunda reunión del Club de Duelo, con los mismos compañeros y los mismos profesores. Dunkle separó a las anteriores parejas en esa reunión e hizo ella misma las nuevas. Sabía de la enemistad de Sekinci con Albus y Rose (y con casi todos los alumnos, en realidad), y se las arregló para ponerlos con parejas que, sorprendentemente, no causaron ningún enfrentamiento fuerte. Incluso Harriet Payne ganó puntos para su casa por un duelo llevado con maestría. A Albus le hubiera gustado ganar puntos, pero no lo consiguió. Aun así, no se desanimó demasiado, ya que su cumpleaños era al día siguiente.
Recibió las usuales cartas de su familia por la mañana. La mesa se llenó de lechuzas, así que nadie se sentó cerca de él en el desayuno. Le enviaron regalos con los que tuvo que necesitar la ayuda de Cian, Richard y Charlie para llevar a su habitación, y allí, tomaron la precaución de protegerlo todo en el baúl. Sus amigos también le hicieron regalos. El de Cian fue obviamente un libro sobre quidditch, pero, según sus propias palabras, no tenía nada que ver con los otros que le había dejado o regalado. Albus no le creyó, pero se lo agradeció igualmente. El de James le sorprendió; le regaló la bola que habían utilizado en verano para espiar a Lizzie. Cuando Albus le miró sin saber qué decir, James se llevó un dedo a los labios y rio en silencio. El regalo que más le gustó fue uno conjunto; Rose, Scorpius y Lizzie le regalaron un libro. Era más grande que la cabeza de Albus, de color turquesa desgastado y una apertura metálica. Se titulaba Sobre el mundo submarino: cultura, arquitectura, vida y lengua.
—Chicos, ¡es genial! ¡Gracias! —dijo, y les abrazó a los tres a la vez.
Durante los siguientes días, se encontró enfrascado en la lectura de aquel libro. Solía hacerlo en los sitios que creía menos probables de encontrarse con Sekinci, y se quedaba horas y horas leyendo. A Slughorn le costó tanto encontrarlo que no tuvo otro remedio que enviarle una carta invitándole a su despacho para poder hablar con él.
—He hablado con la directora Morgan —empezó cuando ambos se hubieron sentado en los sillones al lado de la chimenea prendida— y con la gente del agua. Bueno, “hablar” no sería apropiado, pero digámoslo así. Han accedido a tu petición. Una persona del agua será tu profesor de sirenio.
—¡¿De verdad?! —Albus no pudo reprimir una gran sonrisa.
—Sí, muchacho —rio Slughorn—. Fyfe será el selkie que te enseñe. Pero antes de eso, tendrás que aprender el encantamiento Casco-burbuja, porque las clases serán bajo el agua.
—¡Oh! ¡Es genial! Gracias. ¿Y cuándo tendré que aprender ese hechizo?
—Te enseñaría el profesor Flitwick, pero ahora está ocupado con el Club de Duelo, así que… —tomó aire y sonrió—. Te enseñará una alumna muy dotada en Encantamientos. Os hemos arreglado una reunión el viernes, pero podéis establecer el horario que os vaya mejor. Serán clases particulares, así que los profesores no tendremos nada que decir. Ella nos dirá algo cuando crea que estás preparado.
—Vale, suena bien.
—Muy bien, muchacho —Slughorn se levantó y acompañó a Albus a la puerta—, pues buena suerte.

Albus quería compartir la noticia con sus amigos, así que propuso celebrar la primera reunión del curso del ECHS al día siguiente. Rose y Lizzie habían estado carteándose con tía Hermione, tío Ron y tío George para poder conseguir las nuevas insignias del club, y las habían recibido hacía unos pocos días. Tenían un montón y estaban hechizadas; había cuatro “maestras” para Albus, Rose, Lizzie y Scorpius, en las que se podía cambiar la fecha de reunión que había en el lateral, y las demás insignias cambiarían con ellas. Aún no las habían repartido, así que el día de la reunión podrían aprovechar para hacerlo. Y así lo hicieron. Al día siguiente, después de desayunar, se reencontraron todos en la sala del club.
La pizarra que les servía para apuntar los puntos de las apuestas estaba borrada, lo que no les extrañó. Scorpius, que se lo había apuntado antes de verano, volvió a apuntarlo. Las mesas y las sillas que alguna vez habían servido a alumnos estaban arrinconadas a los lados y los armarios donde guardaban los juegos seguían pegados a la pared del fondo.
—Chicos, ¡os vamos a repartir insignias nuevas! —les anunció Rose desde el frente de la sala, y todos se quedaron de pie delante de ella.
Albus, sin embargo, se colocó a su lado. Rose explicó cómo funcionaban las insignias antes de comenzar a repartirlas junto a Lizzie y, al mismo tiempo, recoger las antiguas. La fecha no se veía a primera vista, así que podían llevarlas en la ropa y en las capas durante las clases sin que les incordiasen demasiado. Luego, Albus dio las noticias que Slughorn le había comunicado el sábado, y aprovechó para preguntar si alguna de las que estaban allí era esa misteriosa profesora particular de la que le había hablado el profesor, pero todas negaron. Albus chasqueó la lengua. Tendría que esperar hasta el viernes.
Mackenzie entonces propuso algo: comenzar a personalizar la sala. Y la primera cosa que quería hacer era conseguir un sofá.
—¿Pero cómo vamos a comprar un sofá y luego meterlo aquí? —preguntó Lizzie.
—Pero tú eres bruja, ¿no? —rio James, pero Lizzie pareció más confundida que antes—. Transfiguración, Lizz.
—¡Oh, claro! —Lizzie se llevó una mano a la cabeza.
—Pero no nos lo han enseñado aún —dijo Rose—, al menos a nosotros.
—Para eso estamos aquí los mayores —dijo Mackenzie.
La morena les instruyó. Les hizo alinear las sillas en dos filas horizontales y les enseñó el hechizo. Les costó a algunas más y otros menos, pero en tres horas, todos lo tenían más o menos controlado. En total eran catorce, así que se dividieron en dos grupos, cada uno centrado en una fila de sillas, e hicieron el hechizo todos a la vez. Y funcionó. Las sillas se convirtieron en dos bonitos sofás azules, y James fue el primero en probarlos. Saltó encima de uno y abrió la boca.
—¡Es cómodo! —dijo sorprendido, y todos se abalanzaron para comprobarlo.
No era el lugar más cómodo en el que Albus había estado, pero tampoco el peor, ni mucho menos. Uno podía pasar horas y horas sentado en ese sofá y no le acabaría doliendo el trasero, así que, a sus ojos, habían triunfado. Después, Sabrina se sacó un pañuelo gris y propuso transformarlo en una alfombra. Mackenzie y Rebecca se encargaron de eso, pues querían cambiarle la textura a una de pelo. La transfiguración resultó, aunque la alfombra había aparecido más pequeña de lo que les hubiera gustado a todos los que estaban allí. Aun así, quedaba bien. Rose y Scorpius hicieron aparecer unas guirnaldas en forma de banderines de los colores del arcoíris. De momento, decidieron no hacer nada más, y se dispusieron a jugar a juegos de mesa.
—¡Qué guardapelo más bonito! —se fijó Sabrina, y Lizzie llevó una mano al colgante con una sonrisa.
—Gracias. Era de mi padre.
—Qué bien. Está un poco sucio y viejo, por eso. ¿Sabes lo que va muy bien para dejarlo como nuevo? Mi padre usa un hechizo… Bueno, él no es muy de joyas, pero usa ese hechizo para los metales que encuentra en la tierra cuando planta sus árboles, porque sabes que mi padre se dedica a experimentar con árboles, ¿verdad? Pues la cuestión es que a veces, los experimentos salen, bueno, un poco regular, y hay algunos árboles que desprenden metales, pero, claro, él nunca sabe si es de los árboles o estaban en la tierra cuando los enterró y salen a la luz, aunque a veces los encuentra cuando va a plantarlos…
Albus nunca supo si Sabrina llegó a recuperar el tema con el que había empezado, y por la sonrisa confusa de Lizzie, tampoco creía que ella lo consiguiera. Estuvieron tan entretenidos entre juegos y charlas que casi se perdieron la comida. Tuvieron que correr por los pasillos, cogieron atajos y llegaron a la puerta doble dando grandes bocanadas de aire. Charlie llegó en ese momento.
—¿De dónde venís tan rápido?
—¡Pensábamos…! ¡Pensábamos que…! ¡Que nos habíamos perdido la comida! —consiguió decir Cian entre jadeos.
—Sólo llegáis quince minutos tarde —rio él.
El ECHS se separó en sus mesas correspondientes y Albus, Cian y Richard recorrieron su mesa junto a Charlie. Hablaban de las futuras clases particulares de Albus, ya que Charlie no lo sabía aún, cuando, de un momento para otro, Charlie apareció en el suelo.
—¿Estás bien? —rio Cian mientras los tres le ayudaban a levantarse.
—Sí… —contestó Charlie con las mejillas rosadas—. Qué patoso… ¿Veis mis gafas?
Buscaron las gafas de Charlie en su lugar, ya que él no podía ver nada, pero Albus las encontró demasiado tarde. Sekinci ya las tenía bajo su zapato, aunque no las había pisado aún. Tenía una media sonrisa en el rostro, y parecía que esperara que ellos intentasen recuperarlas.
—¡Wingardium…! —empezó Albus, pero entonces Sekinci las aplastó.
El cristal resonó bajo su pie cual pila de huesos y la montura pareció deformarse.
—¡Eres un …! —Cian se lanzó, pero Richard lo detuvo.
—Vale, ya te has divertido —le dijo Albus, apretando los dientes—. Ahora levanta el pie para que las podamos arreglar.
Pero Sekinci giró el pie sin soltar las gafas, que se quejaron contra el suelo como un gato.
—¡Ya vale, Sekinci!
—Oblígame.
—¡No! ¡Déjalo!
—No importa —dijo Charlie con la boca pequeña—. Tengo unas de repuesto…
—¡No! —Albus le miró con decisión antes de volver la vista a Sekinci—. Quita-tu-pie-de-ahí.
—Al, los profes… —le susurró Richard.
Albus sabía que tenía razón, pero no quería dejarlo pasar. No iba a atacarle, porque era lo que Sekinci quería, pero no iba a dejarse pisotear como esas gafas que aún seguían maullando bajo la presión. Sekinci le aguantó la mirada sin apartar el pie, y estuvieron tan enfrascados en dominarse el uno al otro que los niños no notaron a Faulkner acercarse.
—¿Qué ocurre?
—Sekinci no quiere devolverle las gafas a Charlie, señor.
—No sabía que eran suyas —se defendió él, claramente mintiendo, pero actuando bien delante del profesor—, ha sido un accidente.
Y de una patada hizo llegar las gafas a los pies de Albus. Él tomó aire por la nariz y apretó la mandíbula.
—Que no se vuelva a repetir —dijo Faulkner, como si diera un ultimátum, y se alejó con cuidado.
Albus recogió las gafas como pudo y los cuatro buscaron sitio en la mesa lejos de Sekinci. Fue un momento arreglarlas. Con un sencillo hechizo y un movimiento de muñeca, Albus las devolvió a su estado original, como acabadas de comprar, y se las devolvió a Charlie.
—Gracias.
—Le odio —Cian miraba a Sekinci de reojo y apretaba el puño con fuerza sobre la mesa—. Le, odio, le odio, le odio.
Albus no podía discrepar, pero una parte pequeña de su mente recordó a Sekinci sentado en su cama con las manos en la cabeza tras amenazar a Charlie en la habitación. Le molestaba no poder odiarle tanto como quería hacerlo. Se lo merecía, se decía, pero otra vocecita se lo recriminaba: ¿y si no? Albus suspiró antes de llevarse un trozo de patata a la boca.
Pero el menor de los Sekinci no era el único que daba problemas. El mayor no había estado en el campo de visión de Albus, ya que tenía al menor encima de ellos en todo momento, pero eso cambió cuando el mayor empezó a meterse con Mathius Black. El niño conseguía zafarse a veces, pero Vergilius era mayor que él y sabía más trucos. Lo que a Albus le dolía más cuando lo veía era la reacción de Mathius: hacía un puchero, se levantaba (si le había tirado al suelo) o se apartaba y se alejaba con paso rápido. No luchaba, no provocaba, no le seguía el juego, como si estuviera acostumbrado a ese trato desde hacía años. Un día, Cian le preguntó por qué no respondía.
—Es lo que quiere —respondió—. Si no le sigues el juego, al final se cansará. Todos los matones son iguales.
—¿A cuántos matones has conocido antes de este? —preguntó Richard, con una mueca de incomodidad.
—A varios. En cada colegio hay uno o dos.
—¿Has estado en más de un colegio? —preguntó Albus.
Mathius asintió.
—Me han echado de cuatro. Ya sabéis, no controlaba mi magia y… —se aclaró la garganta—. Y tampoco lidiaba muy bien con los matones al principio.
Richard y Albus compartieron una mirada entristecida antes de cambiar de tema.

El viernes llegó tras dos días lloviendo sin parar. El aire se había vuelto frío y tajante, y las chimeneas de las salas comunes estaban siempre rodeadas de estudiantes. Flitwick estaba esperando a Albus en el aula de Encantamientos, pues sería él el que le presentaría a la alumna que sería su profesora particular.
—Buenas tardes, Potter —le saludó el profesor cuando Albus entró al aula.
—Buenas tardes, señor.
—Pasa, pasa. Turnbull llegará de un momento a otro.
Cinco minutos más tarde que Albus, una chica de unos diecisiete años con el uniforme de Ravenclaw entró en el aula. Tenía el pelo rubio ondulado recogido con un pañuelo de cuadros escoceses, y los ojos grises conjuntaban con su piel clara. Su cuerpo tenía curvas, pero no tenía sobrepeso.
—Buenas tardes, profesor Flitwick —saludó la chica, con voz más grave de lo que Albus se había imaginado y con un fuerte acento escocés.
Flitwick respondió a su saludo y procedió a las presentaciones.
—Potter, esta es Alice Turnbull. Turnbull, este es Albus Potter. Para vuestras clases particulares, tenéis esta aula a vuestra disposición, si queréis —recogió sus cosas y se dirigió a la puerta—. Contactad conmigo o con el profesor Slughorn cuando decidáis el lugar. ¡Buena suerte! —y desapareció tras la puerta.
Albus miró a Alice, sin saber qué hacer, pero ella, por suerte, rio en silencio y se sentó en la mesa del profesor.
—¿Dónde quieres tener las clases, Albus?
—Oh, hum, me da igual.
—Todo depende de qué días nos reunamos —hizo una mueca con la boca, como si meditara—. A ver, la última hora de los viernes tengo Encantamientos, así que ya me iría bien hacerlo aquí. Y…
—¿Entonces por qué hoy has llegado un poco tarde? —la interrumpió Albus, curioso.
Ella sonrió.
—He acompañado a mi novia a su sala común. Compartimos esta clase, y siempre salimos juntas.
—Ah.
—¡En fin! —rio—. Si quieres, podemos hacerlo los sábados por la mañana en la biblioteca, ¡o en el Gran Comedor! O los domingos…
Al final, quedaron en que harían las clases los sábados de diez a once en el aula de Encantamientos y Alice se ofreció a enviarle una carta a Flitwick para informarle. Luego, salieron juntos del aula.
—He oído que se te da muy bien Encantamientos —comentó ella.
—He oído lo mismo de ti.
Ella sonrió.
—Y, aun así, Slughorn no me ha invitado a su club selecto —aunque lo dijo bromeando, Albus notó cierta molestia en su tono de voz.
Él no supo qué decir.
—Debió ser difícil para ti cuando llegaste, ¿verdad? —siguió hablando ella—. Por quiénes son tus padres, y por la fama de tu hermano y tus primos también… Creo que Victoire fue la chica más popular que he conocido nunca.
Aunque Albus estaba acostumbrado a que le reconocieran como a un Potter y era algo que odiaba, no le disgustó que le relacionaran con sus primos. Al menos, era algo diferente, y le permitía presumir de otros miembros de su familia.
—Sí, Victoire se lleva bien con todo el mundo.
—Todos querían ser su pareja o su amigo o amiga —rio—. Hubo una chica, recuerdo, que la odiaba cuando estaban en segundo (para mí era el primer año) y Victoire la retó a un duelo. Tu prima ganó, y desde entonces esa chica se convirtió en su amiga. Así que, si no te convencía su personalidad, lo hacía su varita.
Albus rio con ella.
—Por algo el sombrero la puso en Gryffindor.
—Sí. ¿Cómo es ser un Slytherin? Tiene que ser horrible compartir habitación con Phinos Sekinci, dado lo mal que os lleváis.
Albus torció el gesto. ¿Es que esa chica lo sabía todo? ¡Era como leer una enciclopedia sobre su familia y sí mismo!
—Hum… Sí, no es… No es lo ideal.
—Ya… Le pasó algo parecido a…
Otro alumno de Ravenclaw la interrumpió al cogerla del brazo.
—¡Alice! Por fin, a ver —el chico tenía el pelo pelirrojo alborotado y las mejillas sonrosadas. Tendría quince o dieciséis años—. ¿Qué es aquello que te pertenece, pero que el resto del mundo lo usa más que tú?
—Hum… Tu nombre.
—¡Oh, GRACIAS!
Y el chico se fue corriendo.
—¿Qué ha sido eso? —frunció Albus el ceño.
—Oh… —Alice rio y se llevó una mano a la boca—. Es que… Para entrar en nuestra sala común, tenemos que responder acertijos, y hasta que no lo hagas, el pomo no te deja entrar. Ese chico, Azazel Outerrridge, hace muchos experimentos, así que supongo que se ha dejado uno funcionando y necesitaba entrar lo antes posible. Es divertido. Mira.
Alice se sacó del bolsillo de la túnica una pequeña llama que bailaba en la palma de su mano.
—¿Puedo arrancarte un pelo?
—Eh… ¿Vale?
Albus hizo una mueca cuando Alice tiró de su pelo, y a continuación ella lo echó a las llamas. Entonces, el fuego se hizo como de plastilina, se moldeó y apareció una versión diminuta de Albus, con su ropa y sus zapatos incluso.
—¡Es increíble!
—Sí, pero lo único que hace es…
El mini-Albus empezó a hacer movimientos raros con los brazos y las piernas.
—… bailar.
Alice y Albus rieron juntos viendo a aquella miniatura hacer aquellos extraños y exagerados pasos de baile.
—¿Se puede transformar en cualquier cosa? —quiso saber Albus.
—Sí, pero todo baila. Una vez, le eché una pelusa de mi falda escocesa y... Hum, sí, la mini-versión de mi falda comenzó a bailar.
Se despidieron hasta el día siguiente antes de tomar caminos separados, pero Alice le llamó de nuevo antes de que se perdieran de vista y se acercó con pasos largos y con el mini-Albus bailante en su hombro.
—Antes no te lo he podido decir, pero… El tema de tener a Phinos Sekinci de compañero de cuarto —Albus se puso algo tenso—, yo que tú hablaría con él. Hace unos años, Chandler Threll-Feyman y Peter Wood (que también se llevan fatal) pactaron una tregua en la sala común y en las habitaciones. Solo pueden pelearse fuera de la torre de Gryffindor. Puede que te funcione con Phinos.
—Ah —Albus perdió la vista en el suelo—. Lo pensaré. Gracias. Hasta mañana.
—Hasta mañana. ¡Y ya me dirás si funciona o no, si al final lo intentas!
—Claro —dijo, aunque intuía que no le haría falta decírselo para que se enterase.
De camino a la sala común, Albus estaba tan metido en sus pensamientos que no oyó los pasos rápidos que se acercaban por la esquina. Chocó con el dueño de los pasos y cayó de bruces contra el suelo.
—¡Oh, no! ¡Albus! ¡Lo siento, lo siento! —Albus reconoció la voz.
Sabrina le ayudó a levantarse. Parecía que acababa de despertarse: llevaba el pelo enredado en un moño hecho con su varita, se le marcaban las ojeras bajo los ojos brillantes y agarraba su escoba en una mano.
—Está lloviendo, Sabrina, ¿adónde vas? —le preguntó Albus cuando se hubo espolsado la ropa.
—¡Oh, Albus! ¡Ha dejado de llover por fin!
—¿En serio? ¡Por fin!
—¡Sí! ¿Quieres venir conmigo?
—¿A jugar a quidditch? No, ahora mismo…
—¡No, hombre! ¡A volar! —Albus torció la cabeza—. ¿Nunca has visto el castillo desde el cielo…?
Sabrina sonrió traviesa y, de un momento a otro, Albus estaba sentado tras ella en la escoba mientras sobrevolaban Hogwarts y sus terrenos.
El lago se había desbordado y sus bordes estaban tremendamente embarrados. Los campos, los huertos y el campo de quidditch aún estaban inundados, pero de las muchas chimeneas del castillo salía un humo oscuro que hacía que el aire fuera más caluroso. Desde allí arriba, podían ver los telescopios de la torre de Astronomía y algunas habitaciones de Ravenclaw y Gryffindor.
—¿Quieres echar una ojeada? —arqueó Sabrina las cejas, y Albus sonrió.
Con cuidado, Sabrina se acercó a una de las ventanas de la torre de Gryffindor. La habitación era parecida a la suya, allá en las mazmorras, pero las cortinas de las camas eran escarlatas, igual que las alfombras, y las paredes eran de ladrillo cálido, al contrario del ladrillo frío de Slytherin. Sabrina sacó de su bolsillo un artilugio de Sortilegios Weasley. Era una pelota de cristal que, al pisarla, reproducía un sonido de animal, pero nunca sabías de cuál. Albus la miró, medio estricto medio divertido. Al final, hizo una mueca con la boca, cogió la bola y la tiró por una pequeña apertura de la ventana cuando un Gryffindor mayor pasaba por ahí. Aterrizó bajo su zapato y, cuando la pisó, sonó el rugido de un león. El Gryffindor saltó y cayó en una cama.
Sabrina subió con su escoba cuando tanto ella como Albus dejaron escapar una carcajada. El aire era frío, así que Albus se arrimó un poco más a Sabrina.
—Sé dónde está la sala común de Hufflepuff. Tienen ventanas redondas cerca del techo, porque están bajo tierra. Por lo que he visto, parece muy cómoda. Así, en todos amarillos y tierra, con la luz entrando por arriba como si el sol siempre estuviera saliendo o poniéndose…
—¿Como ahora? —la interrumpió Albus, y señaló hacia el horizonte.
Desde tan arriba, podían ver el cielo como si estuviera pintado sobre un enorme campo. Era rosa, rojo, amarillo, azul y lila, y el sol se escondía tras las montañas.
—Es precioso —dijo Sabrina.
Tanto que hasta la había dejado sin más palabras que aquellas, pensó Albus.
—Gracias, Sabrina.
Ella se dio la vuelta para mirarle, y él tuvo que apartarse un poco para no chocar.
—¿Por qué?
—Por este paseo. Me ha hecho olvidarme de los problemas con Sekinci y… de todo lo que tengo que hacer —rio.
Ella le sonrió y lo abrazó con tal equilibrio en la escoba que Albus no pudo dejar de asombrarse.
—¿Quieres volar un rato más?
—¡Sí!
Pero qué mala idea fue. Sabrina le llevó al Bosque Prohibido, donde, aunque no bajaron a ras del suelo, sobrevolaron las copas de los árboles tan de cerca que Albus se cogía a Sabrina con fuerza con miedo a que un troll levantara demasiado el brazo o que las flechas de los centauros les alcanzaran. O algo peor.
—¿Podemos dar la vuelta? —le susurró él, pero ella rio y bajó en picado—. ¡SABRINA!
Tan pronto como bajó, volvió a subir, y en escasos segundos ya estaban lejos del bosque.
—¡Estás loca!
—¡Oh, venga, Slytherin cobarde! —rio ella.
—¡Cobarde, no! ¡Se le llama auto-preservación!
—¡Ese es un nombre pijo para «cobarde»!
—¿No se supone que uno de los rasgos de los Gryffindors es la caballerosidad?
Sabrina le miró de reojo.
—¿Qué insinúas? Espero que… —volvió a bajar en picado, Albus gritó y volvió a subir—… nada malo.
—No, claro que no, sois perfectos. Ahora bájame de aquí.
Sabrina aterrizó en una de las terrazas del castillo, cerca de la lechucería. Miró a Albus y estalló en risotadas.
—¿Qué?
—¡Tu pelo! —dijo entre risas.
Su madre solía quejarse de que Albus tenía el mismo pelo que Harry. Eso significaba que era un pelo que no dejaba peinarse, pero, generalmente, a Albus no le molestaba. A no ser que volase demasiado rápido… porque se le ponía de punta y parecía un erizo. Se lo aplanó como pudo, pero Sabrina ya había empezado a reír sin control. Albus gruñó.
—Vámonos —dijo, y la cogió de la muñeca para arrastrarla lejos antes de que alguien la oyera.
—No, si… Si en realidad… Te queda bien… —intentó mentir entre risas que más o menos logró controlar.
«Ahí está», pensó Albus. «La caballerosidad».
Sin que nadie los viese, ambos entraron en el baño de chicos del quinto piso y Albus hizo un hechizo para volver a alisarse el pelo. Sabrina intentó peinárselo, aunque no consiguió demasiado.
Entre unas cosas y otras, se había hecho la hora de cenar, así que bajaron juntos al Gran Comedor y se separaron al llegar a la mesa de Albus.
—¿Te has hecho algo en el pelo? —le preguntó Cian cuando se sentó a su lado.
—No —mintió Albus, y cenaron sin volver a incidir en el tema.
Albus se fue a dormir pronto, ansioso por su primera clase particular.

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