IV. La Copa del Mundo de quidditch

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Albus abrió los ojos de golpe por la mañana, sintiéndose extrañamente despejado e ilusionado. Hacía ya cuatro años desde la última vez que había acudido a una final del Mundial de Quidditch, y casi había olvidado la sensación. Saltó fuera de la cama con una gran sonrisa, hizo la cama con dos movimientos y fue hacia el armario para vestirse. Aunque el día anterior no había dicho nada durante la discusión entre tío Ron y James, Albus apoyaba ese año al equipo sirio, pues creía que tenía jugadores excelentes y habían acogido nuevas jugadas que merecían ganar ese año, a pesar del buen juego que pudieran ofrecer los españoles. Por eso optó por un conjunto de pantalones negros y camiseta roja, y pidió ayuda a Scorpius para pintarse en las mejillas dos franjas blancas.
Cuando bajaron a desayunar, James se burló de él porque el partido no era hasta la noche y parecía que Albus estaba ya totalmente preparado para ello unas diez u once horas antes.
—Te van a machacar si sales pintado así ahí fuera —se mofó, y, aunque Blake trataba de disimularlo, reía a su lado sabiendo que su amigo tenía razón—. Es que hay que ser tonto para hacer eso…
A Albus se le revolvió el estómago y se sintió de pronto ridículo y estúpido, y se retiró del desayuno en cuanto acabó de comer para borrarse las franjas blancas de la cara. Scorpius entró en el baño despacio, y por el hueco abierto de la puerta Albus pudo escuchar a sus padres riñendo a James, y a Rose y Lizzie unirse a ellos de vez en cuando.
—¿Estás bien? —le preguntó Scorpius después de cerrar la puerta tras él.
—Me siento como un imbécil —contestó, mientras frotaba con fuerza su mejilla.
Habría podido hacerlo con magia, pero sentía que necesitaba sacar la rabia y la frustración de alguna manera.
—No creo que fueras el único que ya está pintado. Seguro que ahí fuera…
—No tengo ganas de hablar de esto, Scor.
—Bueno…
Albus notó calor en las mejillas y escozor en los ojos, y tomó aire por la nariz para aguantar las ganas de llorar. Scorpius salió del baño sin dar explicación, y Albus se quedó ahí plantado, mirando la puerta cerrada y sintiéndose de golpe más solo que nunca. Siguió aguantando las ganas de llorar, volvió a mirarse al espejo, cogió agua y jabón y empezó a frotar la otra mejilla. Cuando estas quedaron enrojecidas y sin rastro de blanco, resopló y salió del baño.
—¡Ah, ya sale! —oyó decir a Lizzie, y Albus alzó la mirada para mirarla.
Tanto ella como Rose y Scorpius, de pie a su lado, iban vestidos con pantalones negros, camisetas rojas y dos franjas blancas en cada mejilla. Las ganas de llorar volvieron a Albus, pero esa vez de ilusión y felicidad, no de frustración y ridiculez.
—¡Vamos! —Rose fue hacia Albus y le cogió del brazo—. Tus padres nos dejan salir a pasear. Dicen que ahora no habrá tanta gente.
—Pero, ¿por qué…?
—Ha sido idea de Scorpius —explicó Lizzie con una sonrisa—. ¡Venga, será divertido ver la cara de todos cuando nos vean así!
Scorpius sonrió con la boca cerrada, y Albus le dio las gracias cuando llegó a su lado y las chicas ya se habían adelantado.
—No hay por qué darlas —le contestó él, y ambos niños se abrazaron brevemente.
Sus padres habían estado en lo cierto: el campamento estaba mucho más vacío que el día anterior. Los magos y las brujas salían de las tiendas con el pelo alborotado y con cara de recién levantados, y los colores que a Albus le habían parecido tan brillantes por la tarde, por la mañana parecían más apagados y menos saturados. Una brisa humeante se extendía por todo el campamento, y el sol se asomaba tímido entre las colinas.
—¡Vaya, mirad eso! —exclamó Rose, y señaló con su dedo índice a una tienda de campaña que a lo que menos se parecía era precisamente a una tienda de campaña: ocupaba dos parcelas y tenía forma de torreón medieval adjunto a una casa de piedra de una sola planta. Por la puerta (que tenía forma de la típica de las de las tiendas de campaña) salió una chica de su misma edad, de puntillas y con una escoba en la mano.
—¿Sabrina? —reconoció Lizzie, y corrió hacia ella.
Sabrina pareció totalmente cogida por sorpresa, y miró a los cuatro niños como si no creyera que estuvieran ahí de verdad.
—Chicos, ¡hola! —saludó, aún entre sorprendida y confundida—. No sabía que veníais… Aunque en realidad es lógico, porque, bueno, lo leo en los periódicos, que cada año que hay Mundiales venís toda la familia al último partido, además que la madre de Albus es la corresponsal que sigue y redacta los partidos de los Mundiales…
—¿El castillo es tuyo? —la interrumpió Rose, y se acercó a él.
—¡Ah! Sí, bueno, no, en realidad es de mis padres, obviamente, yo nunca podría permitírmelo y, aunque pudiera, mis padres nunca me habrían dejado…
—¿Y por qué parece que escapas de ahí? —le interrumpió esa vez Albus, y entrecerró un ojo.
Sabrina hizo una mueca y bajó la voz al contestar.
—No les gusta nada que monte en escoba. Dicen que es muy peligroso, así que siempre que puedo me escapo para dar una vuelta… ¿Queréis venir?
—Oh, no hemos traído las escobas… —contestó Albus.
—Yo he traído dos —comentó Rose, y todos la miraron.
—¿De verdad?
—Pensé que sería divertido —sonrió ella.
—¿Y dónde las has metido? —preguntó Scorpius.
Rose dio unos golpecitos a su riñonera, la que le había regalado Albus por su cumpleaños. Albus le dedicó una gran sonrisa, contento de que le hubiese encontrado uso tan pronto, y Rose empezó a rebuscar dentro de él por las escobas. Formaron dos parejas (Albus y Sabrina en la escoba de Sabrina, y Rose y Lizzie en la de Rose) y Scorpius quedó solo en la escoba que Rose había traído de más y, así, las tres escobas emprendieron el vuelo, aunque siempre hasta el punto donde les ocultaran las tiendas de campaña, pues sino romperían las reglas y algún muggle podría verles. Pasaron por una fuente y por varias hogueras, por al lado de gente que se levantaba y de gente tan activa como si fuese por la tarde, de pequeños y grandes, de animales, de magia, de colores, de vendedores, de comida… Albus, agarrado a Sabrina, descubrió que esta tenía gran habilidad con la escoba, pues la dirigía casi como si fuera una extensión de sí misma, y hasta le pareció que lo hacía mejor que su padre.
Llegaron al estadio, una enorme estructura plateada, con varias puertas a nivel del suelo y rodeada completamente de árboles que la ocultaban de ojos indecentes. Era tan alto como cualquier edificio de cuatro pisos, y tan grande que podrían haber cabido ciento veinte mil personas perfectamente acomodadas.
—Es mucho más impresionante cuando hay un partido —comentó Sabrina—. El cielo se oscurece, y en él brillan las estrellas, blancas y parpadeantes, junto con las luces de colores que llenan las gradas. Los gritos parecen estar compenetrados y suenan como las olas del mar en tus oídos. Después, los gritos se transforman en canciones, y las luces empiezan a agitarse en una coreografía perfecta. Huele a comida recién hecha y a emoción, y, según te acercas caminando por entre los árboles, te surge en el rostro una sonrisa imposible de borrar. Toda la masa de gente que parecía tan diferente por el día, se une y se convierte casi en dos grandes grupos, cada uno vistiendo los colores del país al que apoyan, con la cara pintada y llevando sombreros extravagantes. Y justo en ese momento sabes que no hay otro lugar en el que preferirías estar.
Y, como por arte de magia, la definición de Sabrina se hizo realidad. De golpe, Albus se vio rodeado de gente que cantaba al coro, que se pintaban las caras, y que compraban sombreros de colores mientras iba caminando por el bosque hacia el estadio. Cuando se pararon en una de las puertas para entregar las entradas, Albus miró hacia arriba y escuchó los gritos acompasados del público, como un rumor, y sintió que entraba en un mundo totalmente nuevo y fantasioso, como de un cuento.
En el interior, todo permanecía oscuro, iluminado solo por unas pequeñas luces titiladoras, y la escalera, cubierta por una alfombra azul oscuro, parecía eterna. Cuando llegaron arriba del todo, salieron a una tribuna iluminada de miles de colores y brillos diferentes, con los asientos también azules y plateados. El grupo de Harry, Ginny, tío Ron y tía Hermione se sentaron en la primera fila, y en la de detrás se sentarían algunos miembros más de la familia de Albus que solo iban para ver el partido y después se marcharían.
—¡Lizzie! —aunque la voz solo la había llamado a ella, Rose, Scorpius y Albus también se giraron.
Sabrina agitaba una mano en la tribuna mientras se acercaba a ellos.
—¡Sabrina! —la saludó Lizzie, y se levantó para darle un abrazo corto—. ¡No sabía que también venías a la tribuna!
—¡Por supuesto que sí! ¡Es el mejor sitio! ¡Hola otra vez, chicos! —los otros tres niños la saludaron de vuelta antes que alguien la llamara y se alejase.
En los siguientes veinte minutos fueron llegando Teddy y Victoire, Fred, Roxanne y Lucy junto a los padres de los primeros, los gemelos Lorcan y Lysander con sus padres, y tío Charlie, que venía acompañado de un compañero del trabajo. Este era un hombre alto, robusto, con el pelo largo recogido en una trenza y con muchas cicatrices por el rostro y los brazos. Además, cuando Albus se fijó, descubrió que tenía un ojo castaño y el otro azul claro. Tío Charlie lo presentó como Peter Hikks, y este les dedicó una amplia sonrisa y fue agitando la mano a aquellos que tío Charlie le iba presentando.
—¿Hikks? —repitió Albus, mientras él le agitaba la mano a Harry—. Uno de mis mejores amigos se apellida Hikks.
—¿Tú eres Albus Potter? —preguntó el señor Hikks, entrecerró un ojo y señaló a Albus.
—¡Sí, ese soy yo! —exclamó Albus.
—¡Por las barbas de Merlín! ¡Richard no deja de hablar de ti, de Cian y de Charlie en sus cartas!
—¿Usted es el padre de Richard? —reconoció Harry también, y le sonrió.
—¡Sí! Rick es mi hijo. Es un chico maravilloso.
—Albus también nos habla mucho de él.
—Me alegro mucho que se hayan hecho amigos —volvió a mirar a Albus—. Os lo pasáis bien allí en Hogwarts, ¿verdad?
—Sí, nos llevamos muy bien. ¿Está él aquí?
—Me temo que no. Está en un campamento en Escocia con la familia de su madre, y digamos que no me llevo demasiado bien con ellos y no pude convencerles.
—Oh, vaya —comentó Albus, sin saber qué más decir—. Bueno, no pasa nada. Seguro que para el próximo podrán ir juntos —volvió a sonreírle, y el señor Hikks le devolvió el gesto.
—Sí, tienes razón. ¿Cuáles son nuestros asientos, Charlie?
—Esos de ahí.
—¡Vaya, el padre de Richard mola mucho! —susurró Rose, inclinada por sobre de Scorpius para que su voz llegase a los otros.
—¿Os habéis fijado en sus ojos? —comentó tímidamente Scorpius, como si tuviera miedo de que alguien notase que se fijaba en el físico de la gente.
—¿Quién no lo haría? —preguntó Lizzie—. Son preciosos —dijo, y ensortijó los dedos de sus manos.
—Creo que Lizzie se ha enamorado del padre de Richard… —tentó burlona Rose, y movió los hombros sugerentemente.
—¡Cállate! —exclamó Lizzie, y sus mejillas enrojecieron.
—¡Sonorus! —gritó una mujer en el centro de la tribuna, y su voz resonó por todo el estadio, más alto que cualquier otro sonido—. Señoras y señores, les doy la bienvenida a la cuadrigentésima vigésima octava edición de la Copa del Mundo de quidditch y a su partido final, el que decidirá el campeón de la Copa —el panel que había frente a la tribuna marcó ESPAÑA: 0; SIRIA: 0—. A continuación, ¡seremos testigos de los espectáculos de las mascotas de los equipos! ¡La primera, España!
Sonó un silbido elevándose en el aire, y todos los espectadores del estadio desviaron las miradas al cielo al mismo tiempo. Este se iluminó por una palmera dorada de la que pareció salir una especie de viento que pasó de largo por la tribuna y dio la vuelta al estadio.
—¡Son preciosos! —exclamó Luna, aunque allí no había nada.
—No creo que haya sido una buena idea cogerlos para hacer el espectáculo de mascotas —dijo tío George mientras negaba suavemente con la cabeza.
—¿Pero el qué? —preguntó Albus, confuso—. Ahí no hay nada…
—Son thestrals —dijo Scorpius, sin retirar la mirada del viento que iba de un lado para otro.
—¿Thestrals? —preguntó Albus.
—Ah, claro —acordó Rose.
—¿Qué demonios es un thestral? —cuestionó Lizzie, con el ceño fruncido.
—Son criaturas mágicas —respondió Scorpius—. Son como caballos alados, pero con el cuerpo esquelético negro y alas parecidas a las de los murciélagos. Son muy raros y están considerados como unas de las criaturas más peligrosas por el Ministerio de Magia, y los magos los tienen como un augurio de desgracia.
—¡Pero ahí no hay nada!
—Solo lo pueden ver las personas que han visto la muerte y comprendido lo que eso significa.
—¿De verdad?
—¿Has visto morir a alguien, o has leído todo eso? —preguntó Albus, temeroso por la respuesta.
—¡Ah, tranquilo! Lo he leído.
—Ah, vale.
—Ha sido una estupidez por parte de los españoles —dijo Rose, y tío George la señaló y asintió con la cabeza como para mostrar que no era el único que lo pensaba—. Además que pocos lo pueden ver, ¿un augurio de desgracia, en serio?
—No es culpa de los thestrals tener esa fama —declaró Scorpius.
—Pero este es un espectáculo para magos, no para thestrals.
—Pero es ridículo. Porque haya un thestral no quiere decir que tenga que ocurrir algo malo.
—Ya lo sé, pero la creencia popular dice eso, y muchos magos lo creen.
—Pues no deberían. Tendrían que pensar por sí mismos, no dejarse llevar por lo que se dice.
—Les encanta discutir —le susurró Lizzie a Albus al oído mientras Rose y Scorpius seguían enzarzados en el debate.
—Rose no conoce a mucha gente que haya leído tantos libros como ella (y menos que haya leído más), así que disfruta cuando encuentra a alguien que sí.
—Están hechos el uno para el otro.
Lizzie y Albus rieron, y en el estadio hubo una especie de bomba de luz debajo de la cual apareció una silueta sinuosa y muy grande. Cuando el efecto de la luz desapareció, Albus pudo ver una especie de serpiente alada enorme que hacía formas en el aire como si se tratase de uno de esos circos impresionistas. La criatura tenía pico y plumas, y sus colores eran vibrantes.
—¡Es un occamy! —exclamó Scorpius, que por fin había dejado de discutir con Rose.
—Los sirios sí que lo han hecho bien.
Scorpius, al lado de Albus, rodó los ojos, pero no dijo nada. Cuando la actuación del occamy finalizó, la mujer volvió a levantarse.
—Ahora, sin más demoras, ¡les presento al equipo de la selección nacional de quidditch española! ¡Ocaña! —una figura apareció volando a toda velocidad con una túnica amarilla y pantalones rojos hasta detenerse en su posición—. ¡García!, ¡Leiva!, ¡López!, ¡Martínez!, ¡Campos! yyyyyy… ¡Guerra! —los seis imitaron a su compañera y fueron saliendo de uno en uno y colocándose en su posición.
Todos saludaron al público que gritaba y les animaba.
—¡Recibamos ahora a la selección nacional de quidditch de Siria! ¡Naaji!, ¡Saqqaf!, ¡Boulos!, ¡Ahmed!, ¡Karim!, ¡Zaman! yyyyyy… ¡Al-Hashim!
Albus se levantó y aplaudió con fuerza cuando la última figura con túnica negra y pantalones blancos salió zumbando al campo.
—¡Por último, pero no por eso menos importante, nuestro árbitro, venido de Serbia, Borko Novak!
En el campo de juego, entró andando una figura vestida con una túnica plateada y azul que combinaba con el estadio. Era un hombre alto, delgado y con los lados de la cabeza rapados pero en el centro mucho pelo recogido en un moño. Llevaba un silbato colgado del cuello, una caja de madera bajo un brazo y su escoba apoyada en un hombro. Dejó la caja en el suelo, subió a su escoba y dio una patada fuerte a la caja, que se abrió y las pelotas quedaron al descubierto. La snitch desapareció rápidamente, las bludgers despegaron rabiosas y la quaffle fue puesta en juego.
—¡¡Comienza el partido!! —gritó la mujer justo cuando un miembro del equipo sirio tomaba posesión de la quaffle.
A Albus siempre le impresionaba la rapidez, la elegancia y la excelencia de aquellos partidos. Los jugadores se movían como si hubieran hecho esas jugadas mil veces, y Albus sentía que no podía retirar la mirada ni un segundo. Los sirios llegaron al poste de gol en unos pocos movimientos imparables, pero el guardián español detuvo la quaffle a pocos centímetros de que atravesase el aro. El primer gol tardó diez minutos en llegar, y su tutora fue Almas Boulos, jugadora de Siria, en una jugada en la que recorrió ella sola el campo de una punta hacia otra gracias a la intervención de sus compañeros golpeadores.
Las bludgers iban como locas de allí allá, estampándose brutalmente contra aquel que tuviera la quaffle y contra el buscador que veía la snitch dorada primero. Las fintas de los cazadores españoles y la elegancia de sus movimientos hacían del juego una especie de espectáculo circense, y la rapidez y estrategia de los sirios eran tan difíciles de seguir y entender que Albus se sentía muy orgulloso cuando alcanzaba a entender qué era lo que pretendían con esas jugadas. Los sirios tenían más fuerza y los españoles más elegancia, pero ambos seguían más o menos la misma táctica, que consistía en evitar que la quaffle llegara a estar cerca de los aros de gol, y lo consiguieron. Pasados tres cuartos de hora, tanto el equipo sirio como el equipo español habían conseguido cuarenta puntos cada uno. El público gritaba y animaba cada vez que un cazador pasaba la barrera de la defensa, y volvía a gritar y vitorear cuando un jugador del equipo contrario lograba quitarle la quaffle y enviarla al otro lado del campo. Era una tensión constante, nadie podía apartar la vista del partido.
—¡Karim logra atravesar la barrera española! —relataba la comentarista, con la voz hecha una masa de excitación y nerviosismo—. ¡Karim sigue! ¡Va rápido! ¡Leiva golpea una bludger hacia Karim! ¡¡Por Merlín, le ha dado en el pecho!! ¡La quaffle sale volando, pero ahí está Boulos! ¡Sigue Boulos! ¡Ocaña y Al-Hashim se cruzan en su camino mientras persiguen la snitch dorada! ¡Boulos y Ocaña chocan, y Boulos lanza la quaffle a su compañero Ahmed, que ha aparecido de repente! ¡Ahmed lanza hacia el aro al mismo tiempo que el guardián español, Guerra, recibe el golpe de una bludger de Naaji en la escoba! ¡¡Guerra es desviado de la trayectoria de la quaffle, y la quaffle entra!! ¡GOL DE SIRIA!
En veinte minutos, Ahmed logró meter otro gol para Siria, y Campos uno para España. Boulos tenía en su poder la quaffle. Volaba directa al poste de gol mientras sus compañeros golpeadores y cazadores se encargaban de cubrir a los jugadores españoles para evitar que le cortasen el avance. Boulos alzó el brazo que sostenía la quaffle justo cuando Ocaña y Al-Hashim volaban en espiral hacia arriba tras un diminuto rastro dorado. Boulos lanzó, y ambos buscadores se lanzaron sobre el punto dorado. Un grito ahogado recorrió las gradas, de arriba abajo y de lado a lado. Todos se levantaron de sus asientos. La quaffle fue atrapada por Guerra al mismo tiempo que Ocaña levantaba un puño en el aire, y el tablero anunció «ESPAÑA: 200; SIRIA: 60».
—¡Ocaña ha atrapado la snitch dorada! —la voz de la comentarista casi fue ahogado por los vítores, los gritos, los colores, y la excitación misma, que parecía haber conseguido una forma corpórea que bailaba junto a ellos—. ¡¡HA GANADO ESPAÑA!!
—¡¡Os dije que España ganaría!! ¡Sí! ¡VIVA ESPAÑA! —James gritaba y saltaba en su asiento mientras se reía de las caras largas de tío Ron y Albus.
—¡Ha sido fantástico! —exclamó Lizzie, emocionada—. Parecía que iba a ganar Siria, ¡pero la buscadora española ha cogido la snitch y ha cambiado el curso del partido!
—Lo sabemos, Lizzie, estábamos aquí —se burló Rose, alzando la voz por encima de los gritos del público para hacerse escuchar.
—El equipo español da una vuelta de honor al campo, con sus mascotas haciéndoles de escolta (¡sí, están ahí, así que cuidado!), ¡y la Copa del Mundo de quidditch llega aquí, a la tribuna principal!
La tribuna se iluminó con una luz blanca cegadora para que fuese visible desde todos los rincones del estadio, y por la puerta aparecieron dos hombres que llevaban a sus hombros una enorme copa de oro que entregaron a la ministra de magia tailandesa Sukhon Wattana, según les había explicado Scorpius cuando la habían visto sentada en la tribuna.
—¡Quiero pedir un fuertísimo aplauso para la selección siria, que ha jugado con la fuerza de mil hombres!
La multitud aplaudió tan fuerte que Albus pensó que se destrozarían las palmas de las manos, pero no por ello sería él el que aplaudiese menos. El equipo sirio apareció por la puerta y, mientras la comentarista les nombraba, iban pasando entre las butacas, agitaban la mano de su propio ministro y luego la de la ministra tailandesa. Todos parecían aún confusos por los acontecimientos, aunque sonreían e intentaban alegrarse de la victoria de sus contrincantes, los cuales fueron los siguientes en entrar en la tribuna, acompañados de una gran ovación. Todo el equipo abrazaba y daba golpes cariñosos a Ocaña, la buscadora, y ella sonreía feliz. Martínez y García recibieron la copa, pero ellos la entregaron a Ocaña, que abrió mucho los ojos al mirar a sus compañeros y alargó los brazos con cuidado para coger la copa. Se le escapó una lágrima cuando la levantaba por encima de su cabeza y el público aclamaba como loco.
La familia de Albus decidió salir del estadio mientras la selección española daba otra vuelta de honor por el estadio, para evitar multitudes y atascos, pero no fueron los únicos que lo pensaron, y se encontraron con bastante gente en la escalera que les cortaba el paso. En medio del tumulto, alguien tendió una mano a Albus desde lo alto: Rose estaba subida a su escoba, y Scorpius y Lizzie subidos a la otra escoba que había traído Rose. Albus sonrió a su prima, le tomó la mano y subió a la escoba de un salto. Harry y tío Ron asintieron una vez con la cabeza para dar su permiso, y tanto Lizzie como Albus se agarraron a las cinturas de Scorpius y Rose respectivamente cuando ambos arrancaron. Salieron del estadio mucho más rápido que el resto de su familia y se encaminaron hacia su tienda de campaña pasando por encima de las cabezas de la multitud, que ya había salido. Los cuatro hablaban animadamente del partido, recordando jugadas y alabando las actuaciones de los jugadores, cuando Scorpius frunció el ceño y ralentizó mientras mantenía la mirada fija en algún punto frente a él. Albus fue el primero en notarlo, y miró hacia donde miraba su amigo. Una figura alta e imponente estaba parada delante de su tienda de campaña. Vestía como un muggle, tan correctamente que podría haber pasado por uno, y estaba erguido con los brazos rectos a los lados del cuerpo. Todo él poseía cierta solemnidad y respeto que hacía a quien le observase querer ponerse recto y actuar con toda la deferencia posible. Las dos escobas se detuvieron cerca de él, y los cuatro niños bajaron y se acercaron lentamente al hombre.
—El ministro de magia —reconoció Rose.
—Sí, así es. Kingsley Shacklebolt, a vuestro servicio —Kingsley hizo una pequeña reverencia con la cabeza, y los niños le sonrieron—. ¿Dónde están vuestros padres?
—De camino —respondió Rose, que parecía ser la única capaz de hablar—. Supongo que llegarán enseguida.
—No nos hemos presentado —dijo Scorpius, como si acabase de darse cuenta—. Nosotros somos…
—Os conozco, vuestros padres me hablan de vosotros —interrumpió Kingsley con cariño—. Tú eres Scorpius Malfoy —Scorpius sonrió—, tú Rose Granger-Weasley y tú, cómo no, Albus Potter.
—Es un gusto, señor —habló Albus, por fin.
—El gusto es mío. Pero tú… —frunció el ceño al mirar a Lizzie—. A ti no te conozco.
—No —rio nerviosa Lizzie—. Soy Elizabeth Hayward.
La sonrisa se borró un poco del rostro de Kingsley y observó a Lizzie con atención.
—Elizabeth Hayward —repitió—. Es justo a ti a quien he venido a ver.

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