XI. El autor de las notas

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Ni siquiera esperó a después del desayuno, y tampoco tenía hambre como para comer algo. Fue directamente a la mesa de Gryffindor después de localizar a su hermano y a Rose y, cuando llegó a su lado, puso una mano en el hombro de su hermano.
—¡James, James! ¡Rose! ¡He descubierto algo! ¡Venid conmigo! —dijo, y tiró del brazo de James.
Pero James no se movió. Era más grande que Albus, siempre lo había sido, así que no le fue difícil sentarle a su lado en el banco, para disgusto de Albus.
—¡Es en serio!
—Calla y come. Lo que sea puede esperar —le dijo James, y le metió una rosquilla en la boca.
Albus la puso en el plato y escupió lo que le había entrado en la boca.
—No tengo hambre. De verdad, es importante.
—¿Pero qué pasa? —le preguntó Rose, muy sorprendida de la actitud de Albus.
—¡No puedo contarlo aquí! —susurró él.
—Puede esperar hasta después del desayuno —insistió James, y siguió comiendo como si no pasase nada.
—¡James! —le regañó Albus.

—«Fabef» que «mo» me «convenferaf» —dijo con la boca llena.
—Qué asco —murmuró Rose.
Albus tuvo que esperar a que su hermano y su prima acabasen de desayunar para llevarlos fuera, donde nadie les escuchase.
La noche anterior había nevado mucho, y hacía bastante frío. Se hundían en la nieve con cada paso y se les hacía difícil avanzar, pero Albus no quería hablar a menos que estuviesen lejos del castillo, así que con la nieve crujiendo bajo sus pies, se alejaron bastante.
—Creo que sé quién me escribía las notas —dijo Albus mientras agitaba el sobre en alto, y le salió vaho de la boca.
—¿En serio? —preguntó Rose.
—Sí. Era Cato.
—¡¿Cato?! —exclamó incrédulo James—. No. No puede ser.
—¡Que sí, que sí! Oíd: ayer, cuando fuimos a ver a Luned, me fijé en las tarjetas de Navidad que le había dado Cato, y reconocí la letra. Es la misma de estas cartas —volvió a agitar la nota en el aire.
—Si las escribió él, ¿cómo llegaron a tu habitación? —preguntó James, aún reticente a creer a su hermano.
—Aelia Sekinci. Rebecca vio a Cato y a Aelia discutiendo un día cerca de la biblioteca. Estoy seguro que hablaban de las notas. Cato pedía a Aelia que me dejase las notas en mi cuarto. ¿Y os acordáis de lo enfadado que estaba el día que tú nos llevaste a conocerla, James? —los dos asintieron—. Si las notas hubiesen sido para evitar que James saliese herido, no se hubiera enfadado ese día. Así que creo que tenías razón desde el principio, Rose —Rose, sin darse cuenta, se irguió de orgullo—. Cato quería que entrásemos en la cámara sin previo aviso y que provocáramos a Luned.
—Es una teoría tonta —dijo James—. ¿Por qué Cato iba a querer eso? No tiene sentido.
—Yo creo que sí que tiene sentido —dijo poco a poco Rose, y James le miró incrédulo—. Nosotros estamos avanzando mucho con ella, y sólo la conocemos desde hace… ¿Uno o dos meses? Cato lleva con ella años, y no consiguió que volviese a la normalidad. Nosotros, con los años que tuvo él, hubiéramos conseguido como mínimo que saliese de la cámara.
James estaba perplejo. Miró a su hermano y a su prima a los ojos, sin querer asimilar que lo que decían tenía sentido. Incapaz de decidirse, se fue y les dejó solos.
—¡James! ¡Espera!
—Será mejor que le dejes —le dijo Rose.
—Tenemos que hacer algo. Estoy seguro que Cato no planea nada bueno.
—Sí, ¿pero qué podemos hacer? No sabemos qué planea.
—Ya… De momento tenemos que informar Scorpius y Lizzie. Les enviaré una carta.
—O escribimos cada uno una. Vayamos a la biblioteca.
—Vale.
Las respuestas fueron claras: «no hagáis nada sin nosotros», así que Albus y Rose tuvieron que esperar a la vuelta de sus amigos para poder planear algo. Pensaron en seguir a Cato, pero eran tan pocos alumnos en esas fechas que se hubiese dado cuenta enseguida.
El día que el Expreso de Hogwarts volvió de Londres, cayó una fuerte nevada que zarandeaba los carruajes y hacía imposible que los de primer año llegasen al castillo en los botes. Albus y Rose esperaron a sus amigos en el vestíbulo, pero con aquel tiempo, los carruajes se retrasaron más de lo esperado. Los primeros alumnos que llegaron, lo hicieron cubiertos de nieve, y dejaron pasar por la puerta una ventada que cubrió parte del vestíbulo de blanco. Albus y su prima se apartaron tanto como pudieron de la puerta, pero se quedaron lo suficientemente cerca como para ver quién entraba. Scorpius y Lizzie llegaron juntos y se sacudieron la nieve de las capas cuando estuvieron a salvo de la ventisca que se colaba por la puerta. Los cuatro niños se reunieron y se saludaron con abrazos después de pasar dos semanas separados.
Hablaron de sus vacaciones y sus regalos de Navidad mientras paseaban por el castillo y, cuando llegó el momento de hablar sobre lo que Albus había descubierto de las notas, Scorpius y Lizzie se miraron apenados antes de hablar.
—Oye, Al —empezó Scorpius—, no creo que podamos hacer nada, ¿sabes?
—Sí. Lo hemos hablado y en realidad no tenemos ninguna posibilidad con Cato —siguió Lizzie.
—¿No podríamos hablar con un profesor? —preguntó Scorpius—. Ellos sabrán qué hacer.
—¿Estáis locos? —exclamó Rose—. ¡Luned se descontrolaría!
—En realidad, yo también pienso eso —dijo un poco avergonzado Albus, y su prima le echó una mirada ofendida—. Es verdad, no podemos hacer nada. Había pensado que podríamos seguir ayudando a Luned hasta que controle su magia, y entonces que saliese de la cámara. No podemos saber qué quería conseguir Cato con las notas, pero no me ha enviado más.
—¡Eras tú el que quería hacer algo contra Cato! —se indignó Rose.
—No lo había pensado. Me emocioné con el descubrimiento…
—Ya, bueno —le interrumpió Rose con un puchero, claramente molesta—, lo que vosotros digáis.
Albus sabía que eso era lo máximo que conseguiría de su prima, así que se conformó.
Enero pasó tan tranquilo como febrero. No llegaron cartas anónimas, Luned no tuvo ningún descontrol importante y James estaba tan ocupado con los entrenamientos de quidditch que no tuvo tiempo de hacer trastadas junto a Blake y Anne. En la penúltima semana de febrero se llevó a cabo el tercer partido de quidditch de la temporada: Ravenclaw contra Slytherin. Aunque el equipo de Albus se esforzó y se defendió bastante bien, Ravenclaw les superaba en todo, así que acabaron perdiendo. Pero eso sí, con el reconocimiento del equipo contrario del trabajo bien hecho. Hasta James reconoció que estaba sorprendido.
—¿Por qué? —le preguntó Albus cuando su hermano se lo comentó.
—Slytherin siempre ha sido muy tramposo y amante del juego sucio, y esta temporada se están controlando mucho.
—Porque yo he entrado en la casa —bromeó Albus.
James rio y le revolvió el pelo a pesar de (o más bien, motivado por) las quejas de su hermano.
Al día siguiente fue el cumpleaños de Lizzie y, para celebrarlo, convocaron una reunión del ECHS. Hubo regalos, decoraciones rocambolescas, inventos Weasley y artefactos divertidos. Al final de la fiesta, todo el mundo dijo lo bien que se lo había pasado y se fueron despidiendo. Cuando apenas quedaban Rose, Scorpius, Lizzie, James y Albus, éste último se acercó a la pizarra y actualizó los datos.

Próxima reunión: 02 de marzo, 4 pm


Albus 136 pts
Lizzie 96 pts
Scorpius 126 pts
Rose 100 pts
James 90 pts
Sabrina 70 pts
Jayden 90 pts
Alexander 110 pts
Rebecca 90 pts
*Bote de decimales 20 pts

Cuando Albus se giró, vio que Lizzie observaba la pizarra con los ojos entrecerrados.
—No entiendo lo de «bote de decimales».
—Lo hemos explicado antes —le regañó Rose.
—Ya, pero no estaba escuchando —confesó sin ningún arrepentimiento Lizzie.
James rio mientras jugaba con un juguete de Sortilegios Weasley, pero Rose le echó una mirada recriminatoria.
—Es por si alguien pierde los puntos —explicó Scorpius mientras amontonaba los regalos en una mesa—. En vez de pensar al momento cuántos puntos ganaría haciendo una cosa vergonzosa, recuperaría los puntos que hayan apuntados ahí.
—Sí, ya; ¿pero de dónde salen esos puntos?
—De cuando se reparten los puntos que se han apostado y ganado y hay decimales. Los decimales se suman y se ponen ahí.
Lizzie se quedó en silencio, encogió los hombros como si aún no lo hubiese entendido pero le diese igual, y se puso a hacer otra cosa.
Salieron los cinco juntos y caminaron mientras hablaban de la fiesta hasta llegar al sitio donde siempre se separaban. Albus fue el único que bajó las escaleras hasta las mazmorras. Se plantó delante del muro lleno de musgo, dijo la contraseña («Agua de vida») y entró poco a poco a la vez que buscaba a sus amigos. Los compañeros que le reconocían, se lo quedaban mirando desde arriba, como si le estuvieran juzgando. Albus intentó no sentirse intimidado, pero todos eran mayores que él y, en comparación, se veía tan pequeño como una cucaracha. Vislumbró a Cian y Richard en una de las mesas jugando al ajedrez, y fue como un rayo de esperanza para él. Aceleró el paso y llegó a la mesa.
—¡Hola! —saludó.
—¡Hola, Al! —exclamó Cian con una sonrisa.
—¡Hey! —saludó Richard, sin apartar la mirada del tablero.
Mostró los dientes en una sonrisa, movió una de sus piezas y se echó hacia atrás en el respaldo de la silla. Cian observó el movimiento y sus opciones y chasqueó con la lengua.
—Por Merlín, me has vuelto a ganar.
—Oíd —empezó a decir Albus en voz baja—: ¿sabéis por qué la gente me mira tanto hoy?
Cian miró a su amigo sorprendido.
—¿No has oído los rumores?
—No, he estado… Ocupado.
Cian miró a Richard, y él encogió los hombros y señaló a Albus con la cabeza como para alentarle a contárselo. Después, ambos miraron a Albus a los ojos.
—Coge una silla y siéntate, Albus —le dijo Richard.
Albus obedeció un poco asustado.
—Se dice —empezó Cian sin miramientos en cuanto Albus se hubo sentado— que has fundado un club de enemigos de los Sekinci, y que os reunís para planear ataques y bromas contra ellos.
Albus abrió mucho los ojos, aunque intentó disimularlo, y se puso rojo. Sus amigos se miraron un momento entre ellos antes de exigirle a Albus explicaciones. Él miró a su alrededor y se fijó en que había mucha gente mirándoles.
—No, no, qué tonterías —mintió, por si alguien llegaba a escucharle—. El club no tiene nada que ver con los Sekinci. Se lo han inventado para que nos castiguen.
Mientras se levantaba, les pidió en voz muy baja que fueran a la habitación. Esperó sentado en su cama después de asegurarse que Sekinci no estaba allí a que Cian y Richard aparecieran. Cuando entraron, cerraron la puerta tras de sí y preguntaron si Sekinci estaba, y Albus negó con la cabeza.
—No es exactamente así —les explicó.
—¿Cómo es entonces? —preguntó confundido Richard.
—No planeamos hacer nada para molestarles. El club es para gente que odia a los Sekinci, pero ya está. O sea —intentó explicarse de nuevo—, es como el Club de Arte o el Club Hobstones de Hogwarts: es un club en el que se entra sólo si odias a los Sekinci, y allí hacemos juegos, deberes, estudiamos, hacemos fiestas, hacemos apuestas, charlamos… Como lo que hacemos nosotros en nuestro tiempo libre, pero con gente nueva.
—No entiendo por qué has hecho el club, si haces lo que haces siempre con nosotros —dijo Cian con una mueca.
—Para conocer gente nueva. Nunca sé cómo hablar con otra gente, soy demasiado tímido. Me pareció buena idea para hacer nuevos amigos con los que no me hablaría si no fuera por estar en el mismo club. Nunca se sabe la gente interesante que puede aparecer un día.
—Pues sí, me parece una buena idea —dijo Richard mientras asentía con la cabeza.
—¿Y por qué nosotros no estamos en el club? —se ofendió en broma Cian.
—Os lo iba a decir, pero no “reclutamos” nuevos miembros hasta abril.
—¿Reclutáis gente? —preguntó Cian sin saber exactamente qué significaba eso.
—Sí, porque el club es un poco secreto. En teoría nadie sabe para qué es el club. Los profesores podrían prohibirlo por pensar lo que ahora se rumorea: que el club es para hacer daño. ¿Sabéis?
—Pues alguien se ha ido de la lengua —alzó las cejas Cian y miró inquisitivamente a Albus.
—Pero no tiene sentido. Ninguno de los que somos miembros lo diría por ahí. ¿Vosotros sabéis quién empezó a decirlo?
—No, ni idea.
—Esas cosas nunca se saben.
Albus resopló.
—Bueno. Ya es demasiado tarde para arreglarlo —dijo Albus en voz baja.
—Son rumores —dijo Richard—. Los profesores casi nunca hacen caso de los rumores. No tendría por qué pasarte nada.

Al día siguiente, en mitad de Defensa Contra las Artes Oscuras, Albus fue llamado al despacho de la directora, y, mientras recorría el aula hacia la puerta, tanto sus compañeros de Slytherin como los de Hufflepuff le miraron sin disimulo y susurraron entre ellos. El profesor Dunkle, quien estaba de guardia, acompañó a Albus al despacho de Morgan, pero sólo hasta la estatua del hipogrifo. Desde allí, el profesor le dijo que subiese solo y llamase a la puerta, pues la directora le estaba esperando. Así, Albus obedeció y, una vez ante la puerta de la directora, llamó con los nudillos. La voz de Morgan le dio permiso para entrar desde el otro lado de la puerta, y Albus se encontró con que no estaba él sólo en el despacho; había cuatro personas más allí, y todos se giraron hacia Albus como si le hubiesen estado esperando.
—Acércate, Potter.
Albus obedeció y se colocó entre Lizzie y Scorpius. Al otro lado de Lizzie estaba James, y al otro lado de Scorpius, Rose. Los niños se miraron entre ellos nerviosos, pues ninguno sabía por qué les habían llamado. Ninguno excepto Albus, que ya se lo imaginaba.
—Me han llegado rumores y denuncias sobre vosotros. Al tratarse de eso, rumores, no les di la suficiente importancia, pero los alumnos se han quejado y están muy asustados, y eso no podía ignorarlo. Voy a ser directa, y espero que vosotros seáis sinceros conmigo —Albus suspiró en silencio y retuvo el aire. Al llegar allí, había planeado mentir para evitar castigos y malentendidos, pero al escuchar el discurso de Morgan, toda esa confianza y ese plan se habían esfumado. Morgan miró a los ojos a los cinco niños—. ¿Es cierto que fundasteis un club para atentar contra los hermanos Sekinci?
—No —contestaron los cinco al unísono, aunque algunos lo hicieron indignados, otros cogidos por sorpresa y otros seguros de sí mismos.
No pudieron adivinar cómo había hecho sentir esa respuesta tan cortante a Morgan, pues su expresión neutra no se movió un ápice. Era frustrante.
—No me dejáis muchas opciones. Os creo. Podéis marcharos.
—¿De verdad? —preguntó Scorpius, verdaderamente sorprendido—. ¿Es todo?
—¿Esperabas algo más? —preguntó Morgan, con un tono que decía que sentía curiosidad.
—Pues… Sí. Si ha habido denuncias, puede que seamos peligrosos. O que hayamos mentido.
—¡Scorpius! —se quejaron todos.
—¿Pero a ti qué te pasa? —murmuró Rose al agarrarle del brazo.
—¡Es la directora del colegio! ¡Debería preocuparse más!
—¡No teníamos ni idea de que íbamos a venir aquí y, aun así, hemos respondido todos lo mismo! —exclamó Albus—. ¡No podemos haber mentido!
—Podríamos haberlo ensayado por si nos preguntaban.
—¡Pero cállate! ¡No le des ideas! —exclamó James.
—Está indignado —se dirigió Lizzie a Morgan, quien observaba la discusión atentamente sentada tras su escritorio—, pero no por eso quiere decir que le hayamos mentido, de verdad.
—Claro que no le hemos mentido —acordó Scorpius—, pero eso no quiere decir que no tenga que preocuparse. Tendría que investigar más.
—Así pues —habló por fin Morgan—, según tu opinión, debería hacer caso a todos los rumores que supongan un peligro para los alumnos, ¿no es así?
—Claro.
—Bien. Quedas detenido. Llamaré a los aurores para que te lleven a Azkaban. Los hermanos Potter, también estáis detenidos. Rose Granger-Weasley y Elizabeth Hayward, quedáis expulsadas de Hogwarts.
Los gritos, las quejas y las preguntas inundaron la estancia, y Morgan hizo un hechizo para que no pudiesen hablar.
—Scorpius Malfoy, los rumores te acusaron de ser hijo de Lord Voldemort. Los hermanos Potter fueron acusados por fuentes no verídicas de poseer magia negra y ser un peligro para el mundo mágico. Y Granger-Weasley y Hayward han sido denunciadas por crear un club que atenta contra la vida y la integridad de tres alumnos —miró directamente a Scorpius a los ojos—. Es lo que querías, ¿verdad? —Scorpius se quedó sin palabras y su palidez se pronunció durante unos segundos antes de cubrirse de rojo—. Podéis marcharos. Los rumores son poderosos, pero jamás deberían penetrar tanto en nuestra piel como para llegar a hacer algo estúpido.
Los cinco niños salieron del despacho en el más absoluto silencio. Ninguno de ellos se sentía en condiciones de volver a clase, así que pasearon por el castillo. Pasaron largo rato caminando en silencio hasta que el timbre que avisaba del final de la clase lo rompió, y James les avisó que debía volver a clase, y tomó un camino diferente del de los otros cuatro niños. Se despidieron de él y siguieron caminando perdidos en sus pensamientos. Lizzie extendió los brazos de repente e hizo que todos se detuvieran bruscamente.
—¿Esos son…?
Albus y los demás dirigieron sus miradas hacia donde lo hacía Lizzie, y vieron pasar a Cato y Aelia Sekinci. Los cuatro se miraron entre ellos antes de seguirles lo más silenciosamente que pudieron. Se acercaron a ellos hasta que pudieron escuchar de lo que hablaban, pues por suerte se sentaron en unos escalones de una de las torres.
—Lo de las notas fue una estupidez —le dijo Cato a Aelia.
—Sí, pero no tiene sentido arrepentirnos ahora.
—¿Arrepentirnos? ¿Por qué lo dices en plural?
—Se le llama «solidaridad».
Cato la miró entre severo y divertido.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó él, y Albus reparó en el uso del plural.
—Quizás es hora de que todo salga a la luz.
Cato la miró con los ojos muy abiertos e incrédulo de lo que oía.
—¿De verdad?
—Ha pasado demasiado tiempo. Creo que es hora de acabar con todo de una buena vez.
Albus miró a sus amigos, asustado, y entonces se escuchó un ruido. Cato y Aelia miraron atrás, por las escaleras que subían. Cato hizo un espasmo, como si hubiese visto algo que no se esperaba, y gritó:
—¿Quién es? ¿Quién hay ahí? ¡Eh! —se levantó del escalón y subió las escaleras con la varita en la mano.
Aelia se levantó para seguirle, pero Lizzie resbaló por la pared en la que estaba apoyada y Aelia lo oyó. Se giró hacia su escondite y alzó la varita.
—¿Quién hay? ¡Homenum revelio!
—¡Corred! —exclamó Albus en voz baja.
—¡Eh, eh!
Aunque los cuatro corrían lo más rápido que podían, Aelia les empezó a perseguir, y era más rápida de lo que Albus esperaba, así que con un hechizo tiró al suelo una armadura, y Aelia tuvo que parar en seco para no tropezarse con ella. La perdieron de vista, pero no dejaron de correr hasta estar casi en la otra punta del colegio. Cuando por fin pararon, se apoyaron en las rodillas o en la pared y respiraron con rapidez para recuperar el aliento.
—¿Qué quiso decir…? —empezó a preguntar Lizzie entre resoplido y resoplido—. ¿Qué quiso decir con eso de…? ¿De «acabar con todo de una buena vez»? Da mucho miedo. Me da mucho miedo. ¿Sabe lo de Luned?
Albus resopló hondo y sonoramente antes de hablar.
—No lo sé, estoy muy confundido.
—Pero lo que hemos confirmado es que trabajan juntos —dijo Rose entre suspiros—, y que Cato planea algo.
—Es una locura —musitó Scorpius.
Escucharon el timbre que avisaba del inicio de la siguiente clase y todos se miraron entre ellos. 
—¡Llegamos tarde! —exclamó Scorpius.
—Otra vez a correr —se quejó Lizzie, justo antes de empezar una carrera contra el tiempo para poder llegar lo antes posible a su siguiente clase.

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