21 de noviembre
de 2013
Era
un día nublado que no dejaba pasar ni un solo rayo de sol. Se podían ver
relámpagos desde el horizonte que se aproximaban, seguidos de los truenos, que
retumbaban cada vez más cerca y hacían temblar la tierra.
Un
hombre caminaba por el Bosque de Dean, prácticamente arrastrando su cuerpo y
obligándose a sí mismo a avanzar. El bosque era lo único que le separaba de su
familia. Unos pasos más y estaría en casa, pero a pesar de la constante lucha
que sufría en su interior, él sabía que no podría conseguirlo.
Charles
Hayward tiró la mochila al suelo del bosque, medio quemada, pero no pudo hacer
lo mismo con la ropa, que se le enganchó a la piel a medida que esta se quemaba.
Gritó y su voz se mezcló con el lejano trueno. Empezaron a caer ligeras gotas
de lluvia que él pensó que aliviarían su dolor, pero en cuanto tocaban su piel,
se evaporaban en el aire. La ropa se hizo uno con su cuerpo, y de dentro de la
piel empezaron a salirle escamas. Gritó de nuevo, un alarido terrible, y al
mismo tiempo le salió fuego de la boca. Cayó al suelo mientras las escamas le
atravesaban la piel y el pelo de su cabeza desaparecía envuelto en humo. Llevó
las manos a su pecho, donde descansaba una piedra convertida en colgante, pero
estaba incrustada en la piel, y Charles no pudo sacarla. Le empezaron a surgir
garras de las uñas y volvió a gritar de dolor. Mientras sus nuevas garras atravesaban
las uñas, rascaba su pecho, que empezaba a sangrar. Las garras y las escamas
salían y le atravesaban al mismo tiempo que su calor corporal aumentaba por
momentos. No podía soportarlo más.
Se
atravesó el pecho con la mano y sacó la piedra. Con su último aliento, la metió
en la mochila, y después cayó muerto en el suelo del bosque.
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